Llevo unos días pensando en el porrón de artículos publicados estos días sobre el 2020 y la ingente cantidad de mierda que se supone que este ha generado. «Deambulo por mi pueblo y por mis redes sociales y observo que el deseo unánime es que por fin se acabe este puto 2020» (Público, Aníbal Malvar). Muchos se plantaron delante de sus televisores «a las doce de la noche del día 31 invocando en medio de la incertidumbre una ráfaga de aire limpio para espantar a ese gato negro estirado en la línea de flotación del horizonte» (El Mundo, Antonio Lucas). Lástima que la respuesta a la invocación fuera la Pedroche y su edredón (con rima y todo…). Otros desafiaban las leyes de la Física: «Esta noche, do me halle, al amor del cava y el fulgor de la vacuna al final del túnel, perrearé por Bunny bajando hasta donde me deje la artrosis para darle por donde yo te diga al año que acaba» (El País, Luz Sánchez-Mellado). Los títulos de algunas columnas de opinión sintetizan bien el sentir generalizado: “Un brindis, a pesar de todo”, “El peor año de nuestra vida”, “El fin del año de todos los demonios”, “El tiempo indefinido del miedo”.
Ahora bien, lo que me llama verdaderamente la atención –más allá de insultos y gatos negros– es que en todas estas afirmaciones subyace un juicio muy crudo: «El año que se marcha no regaló belleza al mundo». ¡Toma ya! Lo que habría cambiado una “s” después del “no”… “Nos” daría para otro artículo (¡mucho más largo!). Hay que tener mucha memoria y al mismo tiempo muchos bemoles –sin duda– para descartar tantos momentos vividos. Continúa el texto: «El año que se marcha (…) nos dijo que la naturaleza nos tenía en su punto de mira y que la velocidad de la luz ya no sería más 300.000 kilómetros por segundo sino otra mucho más lenta. A la luz ya no le urge venir a vernos. No le urge iluminar la tierra, los continentes, los océanos, las ciudades» (El País, Manuel Vilas).
Creo que para asegurar algo así es necesario eliminar datos. Diría que es una condición indispensable. Necesitamos emborronar la experiencia vivida –incluso dentro del dolor– para llegar a declarar que este año 2020 no ha traído consigo belleza. O quizás no eliminarlos pero sí dejar de tenerlos en cuenta, no mirarlos, arrinconarlos, desatenderlos deliberadamente. Apuesto a que si hubiéramos seguido con una cámara a cualquiera de estos periodistas desde el 1 de enero del pasado año habrían quedado registradas infinidad de preguntas esenciales, instantes de profunda conmoción, relaciones cotidianas pero sorprendentes, alegrías inexplicables, dones inadvertidos, dolores que nos lanzan a buscar. El juicio del año no es lúcido si no profundizamos, si no admiramos y miramos mucho, como le exige Ali (Colman Domingo) a Rue (Zendaya) en el capítulo especial de Euphoria. Más que recomendable, por cierto.
Cito un último artículo con un título más que sugerente que responde a Manuel Vilas: “La luz que tú no ves”. «Las paradas de autobús a primera hora de la mañana no tienen desperdicio. En esos laboratorios de emociones a la altura de los psicólogos de cabecera –camareros, taxistas y peluqueros– viene resumida toda la naturaleza humana. A la mía llegaba un chaval con gafas, reloj inglés y cocacolas en la bolsa, síndrome de Down. Lloviera o granizara, mientras esperaba hablaba por móvil con la novia: “Cariño, ¡hace un día precioso! No te quedes en la cama, ¿eh?, prométeme que te levantas ya”. ¿Cómo podía ver un día tan hermoso donde el resto de los mortales –cenizos, claro– solo veíamos una guerra de paraguas y contaminación en los tubos de escape de las motos?» (La Vanguardia, Núria Escur). Respondo: probablemente porque el chaval con gafas tiene en cuenta continuamente que ella está, que llueve, pero que ella está, y eso le hace reconocer la belleza del día. Así que, queridos Reyes Magos, además del edredón, pido para el 2021 personas que me sigan ayudando a admirar para poder ver.