Antonio G. Maldonado nos ofrece con su libro “El final de la aventura” (La Caja Books, 2020) una clave muy interesante con la que interpretar el tiempo presente: la falta de aventuras. El libro está plagado de referencias valiosísimas, de los grandes logros y descubrimientos que han ayudado a forjar colectivamente nuestro tiempo, pero todos estos hitos nos ponen inevitablemente frente a la gran pregunta que domina el libro: ¿Es aún posible encontrar una aventura que sea “un reto para quien la asume” y que, al mismo tiempo, implique “el sentido de un logro o paso adelante en un horizonte compartido capaz de aunar y englobar el esfuerzo personal en un proceso mayor”? Antonio G. nos plantea otra pregunta que resulta particularmente importante e hiriente: “¿Por qué pese a todos los avances científico-técnicos en todos los frentes, parecemos socialmente compungidos y temerosos?” (p. 20). A pesar de eventuales descubrimientos o novedades en el ámbito científico o cultural, esta inquietud revela el ánimo de nuestro presente. Más aún, si cabe, en este momento de crisis sanitaria mundial, en la que oscilamos diariamente entre el dolor y la esperanza. Sin embargo, a ojos del autor, ni siquiera la Covid-19 ha logrado claramente ensanchar “el horizonte colectivo”. La crisis del coronavirus –de esto ya se ha hablado mucho- ha tendido más bien a poner de relieve las grandes crisis de nuestro tiempo. En algún caso se han atisbado nuevas salidas (o, al menos la necesidad de encontrarlas), y en otros, obstáculos imposibles de sortear en este momento.
“Mejor sería confiar en la aventura y en que todos tendríamos algo que decir y hacer en ellas”.
EL final de la aventura (p. 87).
La ausencia de grandes aventuras “no tiene villanos” reconocibles, pero sí ciertas tendencias que se han ido imponiendo irremediablemente: por un lado, debido a la “hipertrofia de la predicción”, que no obstante todos sus límites e inevitables mentiras, tiende a disipar el imprevisto y el error, tan propios de las aventuras. Por otro lado, debido al abismo cada vez mayor entre una élite económica y cultural y una masa de “usuarios-observadores donde abundan el ocio compulsivo, el trabajo precario, el malestar político y la insatisfacción vital” (p. 108). Como contrapunto, el análisis de Antonio G. Maldonado es genial. A pesar de nuestra facultad de medir y predecir, en realidad “nadie sabe nada”, al menos nada lo suficientemente interesante. A pesar del fin globalizado de la ignorancia, tampoco nadie sabe nada. Resuenan en estas páginas las palabras de Eliot en Los coros de la piedra: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento, el conocimiento que hemos perdido en información?”. Frente a la estrechez existencial colectivamente auto-infligida es certero el consejo del autor: “Mejor sería confiar en la aventura y en que todos tendríamos algo que decir y hacer en ellas” (p. 87).
“Hacemos menos cosas juntos que todas las generaciones de humanos que nos precedieron (…). Las estructuras que garantizaban que nos cuidáramos los unos a los otros –desde la familia al vecindario- se derrumbaron”.
Johann Hari
El languidecer de las aventuras tiene que ver también con la decadencia de la vida común. Es genial la cita de J. Hari traída por Antonio G.: “Hacemos menos cosas juntos que todas las generaciones de humanos que nos precedieron (…). Las estructuras que garantizaban que nos cuidáramos los unos a los otros –desde la familia al vecindario- se derrumbaron”. (p. 115). Quizás sea este el punto sobre el que es más necesario reflexionar, porque es una condición necesaria para cualquier aventura: una buena compañía, capaz de arriesgarlo todo. En un afán anti catastrofista, Antonio G. sugiere dos posibles escenarios capaces de aglutinar a los hombres en torno a una gran meta: el cuidado de la Tierra y la conquista espacial. Sin embargo, no creo que ninguno de ellos logre reconstituir un tejido social tan frágil como el actual. Serán reclamos necesarios pero no aventuras en el sentido descrito por Antonio. Ante ambos desafíos creo que se seguirán dando las mismas contradicciones que vivimos en el presente: desigualdad, extrema especialización, cambios promovidos por las élites o las grandes empresas, etc. Pero como no podemos predecir, sino solo producir, recordando las palabras de Manuel Cruz, quien prologa el libro, cabe anticipar y empeñarse aún en retos que exijan lo mejor de nosotros y que puedan involucrar al resto. El último gran ejemplo lo encontramos en la reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial. ¿Sería hoy una debacle de estas dimensiones capaz de generar la posibilidad de un esfuerzo colectivo, destinado a promover el sacrificio de sí, una nueva construcción comunitaria?
“Toda aventura exterior sin el autoconocimiento, sin analizar, trabajar y compadecerse con y de uno mismo, deja de ser una aventura y se convierte en una huida”.
El final de la aventura (p. 176).
Algo de relato autobiográfico también emerge en el libro. Antonio habla de desánimo y fragilidad, que se funden con el deseo de aventuras que den un nuevo sentido y orientación a la vida. Las crisis personales e históricas revelan el carácter insaciable de nuestra curiosidad, que habitualmente intentamos domesticar. Pero frente a la tentación contemporánea de buscar “experiencias” capaces de proporcionarnos espasmódicamente aquello que no logramos tocar en las entrañas de lo cotidiano, Antonio G. nos pone en alerta: “Toda aventura exterior sin el autoconocimiento, sin analizar, trabajar y compadecerse con y de uno mismo, deja de ser una aventura y se convierte en una huida” (p. 176). La lectura del libro, como anticipa Manuel Cruz, constituye ciertamente una aventura y nos asoma a la bella posibilidad de que nuestra vida se enrole en la gran aventura, de que ella misma sea una aventura. Recordando a Chesterton, “la aventura podrá ser loca, pero el aventurero ha de ser cuerdo”. Tan cuerdo como para atreverse a emprenderla.